7.01.2015

CAPERUCITA





CAPERUCITA

El sol quemaba. Los cuerpos se derretían. El estar a remojo todo el día en la piscina o en la playa era la única solución para no morir de calor. La vida avanzaba con dificultad. Cualquier gesto, cualquier movimiento era agotador.

Sonó el teléfono y Caperucita (así la llamaban todos por su afán en llevar gorras deportivas) descolgó. Era otra vez la pesada de su abuela. Siempre le faltaba algo y a Caperucita le tocaba desplazarse para llevarle el pan, el agua o la leche a la otra punta de Campello. Lo hacía con desgana y por obligación. Si no hacía estos recaditos sus padres la castigaban. No podía ver la tele ni jugar con la Play-Station.

La abuela era muy rica pero le encantaba comprar todas las nuevas ofertas del supermercado. Si el arroz bajaba tres pesetas, ella compraba varios kilos. Ese día el supermercado ofrecía la miel y las galletas a unos precios bajísimos, pero como hacía tanto calor en la calle y el aire acondicionado funcionaba de maravilla en su chalet, la abuelita no tenía ganas de salir. Le dijo a su nieta que le trajera cuatro kilos de galletas y quince tarros de miel.

Caperucita estaba muy disgustada. Como sus padres trabajaban, no tenía ningún modo de locomoción para transportar tantas compras. A lo mejor alguna vecina podría acercarla a casa de la abuelita. Pero en el supermercado no vio a ninguna conocida que pudiese ayudarle.

Estuvo un buen rato pensando como podría hacer para llevar tanto peso cuando de repente apareció Miguel, el chico más guapo de su urbanización. Todas se morían de envidia por subirse en su coche y dar una vuelta. Y todas tenían prohibido por sus padres mantener cualquier tipo de relación con él. Los padres chismorreaban que algo sucio llevaba entre manos ese chico, mejor dicho ese hombre, para llevar un tren de vida tan elevado y estar en el paro. Entraba y salía mucha gente de su bungalow, tanto de día como de noche.

El deslumbrante Miguel se acercó y le preguntó dónde iba con su carrito de la compra. Caperucita no supo que contestarle. Se quedó atontada mirando sus ojos, sus dientes, su pelo, sus manos... Miguel podría ser el hombre de su vida si sus padres no fuesen tan quisquillosos a la hora de juzgar las relaciones de Caperucita.

Miguel propuso a la jovencita llevar la compra donde ella quisiera. Podría decirle a la abuela que era el repartidor de la tienda y nadie se enteraría del favor que él le hacía. A cambio, le propuso llevarla al cine un poco más tarde, sin que sus padres ni el vecindario lo supiesen. Caperucita dio a Miguel la dirección de la abuela y se fue corriendo a darse un chapuzón en la piscina de la urbanización...

Cuando Miguel llegó al chalet de la abuela, abrió la puerta principal con su pase. Sigilosamente se fue hasta el salón, sacó el spray que tenía en el bolsillo lo dirigió hacia la abuela y la dejó dormida. Entró la compra en el zaguán y se fue directo a la habitación de la vieja donde seguramente guardaba el dinero y las joyas. El dinero fue muy fácil de encontrar: estaba escondido debajo de un pila de sábanas. Medio millón de pesetas, no estaba mal. Para las joyas lo tuvo más complicadito. No había ningún joyero a la vista. ¿Dónde guardaría esta mujer sus tesoros? Estuvo buscando durante más de media hora y no encontró nada. Volvió a echar un poco más de spray a la abuelita cuando se le ocurrió dar una mirada en la cocina. Registró la nevera, el horno, el lavavajillas, y por fin echó un vistazo al armario del cubo de la basura. Ahí estaba el joyero, envuelto en un vulgar trozo de papel albal, arrinconado detrás de la lejía y del amoníaco.

Otro soplo de spray a la abuelita. Cerró la puerta y se fue directo a la urbanización. Cuando bajó del coche vio a Caperucita regresar de la piscina y le comentó que tendría que ir a casa de la abuela y guardarle las compras para que nadie pudiera sospechar lo que fuese.

Caperucita cogió su moto y en diez minutos estuvo en casa de la anciana. Abrió la puerta, guardó la compra. Cuando entró en el salón vio que la viejecita estaba durmiendo con el televisor encendido. Le dejó una nota encima de la mesa del salón explicándole que no se había atrevido a despertarla y que las galletas y la miel ya estaban guardadas en la despensa.

Volvió a casa antes de que regresaran sus padres. Se tumbó en el sofá, agarró el mando a distancia del televisor y estuvo haciendo zapping durante una hora. Luego se puso una minifalda. Se pintó, se perfumó. Cuando llegaron sus padres les dijo que se marchaba a casa de Ana para ver un vídeo. Salió de la urbanización tranquilamente y anduvo hasta el final de la calle dónde le esperaba el bello Miguel, en un coche distinto al que llevaba siempre para no llamar la atención.

Caperucita le preguntó qué película iban a ver y Miguel se rió. Le contestó que en vez de ir al cine irían a casa de unos amigos que celebraban una fiesta.

Eso sí que era una fiesta y no lo que solían organizar ella y sus amigas. Música, comida, bebida. Caperucita bailó y bebió como una desenfrenada. Bebió unas mezclas impresionantes acompañadas de una pastilla “para que no le sentara mal” dijo Miguel. De aquella noche no volvió a recordar nada.
A las cuatro de la mañana la ingresaron en un hospital por coma etílico. Salió una semana después sin saber lo que había pasado. Mientras tanto enterraron a la abuela que había sufrido un paro cardíaco. La familia de Caperucita estaba destrozada. Primero la abuela fallecía y, al día siguiente, se enteraban que su hijita había mezclado éxtasis y alcohol. ¿Cómo esta niña, tan reservada y tan vigilada, había podido caer en la trampa tan corriente hoy día?

Pero la historia no se acaba tan sencillamente. Al mes, Caperucita se percató de que estaba embarazada y no sabía que el retoño era fruto de Miguel, el magnífico, el asesino impune de su abuela. Pidió permiso a sus padres para pasar quince días en Valencia en casa de unas amigas que compartían piso. En aquella gran ciudad donde nadie, o casi nadie la conocía, abortó en un centro especializado.

Cuando volvió a Campello, sus padres la recibieron con gran alegría, a pesar de la preocupación que tuvieron al dejarla acudir a casa de esas amigas. Caperucita tenía un pequeño aire triste pero parecía ya que fuera toda una mujer. Cuando llegaron a la urbanización su corazón se estremeció: ¿Y Miguel?
Sin formular su pregunta le llegó la respuesta. El vecino indeseable se había mudado a otra ciudad por cambio de negocios.

Dos lágrimas se deslizaron por las mejillas de Caperucita. Su primer amor había desaparecido...

Harmonie Botella. Otros Caminos, ed Ecu

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